Acoso escolar

Leo en la prensa que una adolescente ecuatoriana, de 16 años, falleció el pasado martes tras lo que parece un intento de suicidio. Leo también que la familia de Mónica, así se llamaba la joven, se queja de las vejaciones que su hija sufría en el centro escolar al que asistía, un instituto de Ciudad Real. La periodista de El País ha indagado en este lamentable hecho y su crónica es un reflejo de la naturaleza humana. “Se metían con ella (…) Le decían mona, y no por guapa” –cómo me suena–. “No observé nada”, “No notamos que nadie se metiera con ella” –cómo me suena–. ¿Qué profesional de la orientación ­–o qué padre o madre– no ha escuchado, ante sucesos semejantes, expresiones tan contradictorias?

Esperemos que la justicia haga honor a su nombre. Pero mientras tanto, una idea y algunas preguntas rondan apenadas por mi mente: los protocolos de actuación ante un supuesto caso de acoso escolar sugieren la posibilidad de que la víctima, la persona agredida, solicite el cambio de centro. Hay quien sostiene que tal medida resulta vejatoria para ella y que sólo añade más dolor a su sufrimiento. Por supuesto. Pero, ¿qué supone, además, para los agresores? Se lo podríamos preguntar a Skinner si todavía viviera, pero lo más probable es que nos dijera lo que todos nos tememos, que los matones saldrán reforzados y con más ganas de seguir actuando como tales.

Querida Mónica, la mañana del 11 de febrero de 1963 una poetisa excepcional, Sylvia Plath, se levantó y preparó el desayuno de sus niños. Después se encerró en la cocina, abrió la llave del gas y metió la cabeza en el horno. Un mes antes, sin embargo, había publicado una novela autobiográfica, La campana de cristal, en la que nos decía:

Debería haber un ritual para nacer dos veces: remendada, reparada y con el visto bueno para volver a la carretera.

Cómo me gustaría que alguien te hubiera leído este párrafo. Saludos para Sylvia.

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