Diario de invierno no es, en mi opinión, de lo mejor de Paul Auster. Buena parte de la crítica lo considera, sin embargo, un libro grande, por cuanto los pasajes autobiográficos de alto contenido emocional superarían con creces lo anodino de algunos fragmentos. Reconozco que el libro se lee de un tirón, que, en ocasiones, la banalidad da paso a la literatura de altos vuelos, pero creo que este tránsito constituye la excepción y no la regla.
Una de las pequeñas piezas que más me han gustado es la que se refiere al paso del autor por diversos colegios públicos. Cito textualmente:
“En tu ciudad había colegios públicos y colegios católicos, y como tú no eras católico, asististe a los públicos, que estaban considerados buenos centros docentes (…) En los trece años que pasaste en ese circuito (…) tuviste educadores buenos y algunos mediocres, unos cuantos profesores excepcionales y alentadores y otros pésimos e incompetentes, y tus compañeros iban desde los brillantes, pasando por los de inteligencia normal, hasta los semirretrasados mentales. Eso es lo que suele ocurrir en la enseñanza pública. Todos los que viven en el barrio pueden ir gratis, y como tú creciste en una época anterior al advenimiento de la educación especial, antes de que establecieran colegios aparte para dar cabida a niños con presuntos problemas, cierto número de tus compañeros de clase eran discapacitados físicos. Ninguno en silla de ruedas que recuerdes, pero aún puedes ver al niño jorobado con el cuerpo torcido, a la chica a quien faltaba un brazo (un muñón sin dedos sobresaliéndole del hombro), al niño al que se le caía la baba sobre la pechera de la camisa y a la niña que apenas era más alta que una enana. Echando ahora la vista atrás, consideras que esas personas constituían una parte fundamental de tu educación, que sin su presencia en tu vida, tu idea de lo que entraña el hecho de ser humano quedaría empobrecida, carente de toda hondura y simpatía, de toda comprensión de la metafísica del dolor y la adversidad, porque aquéllos eran niños heroicos, que tenían que trabajar diez veces más que cualquiera de los otros para encontrar su sitio. Quienes hayan vivido exclusivamente entre los físicamente dichosos, los niños como tú que no sabían apreciar su bien formado cuerpo, ¿cómo podrían aprender lo que es el heroísmo?”.
No se me ocurre una razón mejor para defender la educación pública que la que acabo de subrayar en negrita. Centros educativos abiertos a todos, sean cuales sean las capacidades y las condiciones de sus alumnos, microcosmos que reflejen la riqueza de la sociedad en la que llevan a cabo su tarea. Ese podría ser un buen ideal para el siglo XXI. Un ideal necesitado de recursos y de grandes dosis de compromiso. Lástima que la política educativa vaya en sentido contrario.
Decía hace unos meses Eduardo Mendoza que España es un país pobre y cutre, inculto, podríamos añadir. Tengo para mi que nuestros gestores no sólo están encantados con esta situación, sino que lo único que pretenden es profundizar en ella.